En su edición de enero de 1999, la revista Sight & Sound llevó una portada enigmática y potente. Mostraba a un hombre en el interior de la regadera de una alberca, tocado por manos de otros que están fuera de cuadro, y, como único titular, una frase en tipografía roja: “Tiene treinta segundos para abandonar el cine.” La portada anunciaba el texto central del número sobre la proliferación en los años noventa de directores que tomaban por asalto la sensibilidad del espectador, mostrando en sus películas todo tipo de transgresiones físicas y morales (un movimiento también llamado “nuevo extremismo”). El año anterior se habían estrenado dos películas representativas de ese cine y la imagen de portada tomaba elementos de ambas. La foto del hombre era parte de Los idiotas, del danés Lars von Trier, y la frase correspondía a Solo contra todos, el primer largometraje del franco-argentino Gaspar Noé; su función es advertir al espectador del impacto de una escena a punto de mostrarse, en la que un hombre violento descargará su ira sobre una mujer encinta.
En el pasado festival de Cannes, Von Trier y Gaspar Noé presentaron fuera de competencia sus películas más recientes: La casa que Jack construyó y Clímax, respectivamente. Dado que ambos directores siguieron derroteros semejantes, se antojaría comparar su evolución a veinte años de aquella portada compartida. Si las películas recién estrenadas se usaran como criterio, habría un claro “ganador”. Si bien La casa que Jack construyó tiene momentos brillantes y un sentido del humor ácido, Von Trier parece estar atrapado en la misión de irritar a sus críticos. Clímax, en cambio, es la mejor película de Gaspar Noé (o tan lograda como Irreversible [2002], la más elogiada hasta hoy).
Nadie lo vio venir. Volviendo a la comparación con Von Trier, era este quien, con Melancolía (2011), había recuperado su prestigio en declive. En cambio, el Noé de la última década parecía haber cedido al puro gusto de explotar sus dones estilísticos y su capacidad para filmar desde cualquier perspectiva imaginable –por ejemplo, una relación sexual desde el interior de una vagina, secuencia legendaria de Enter the void (2009)–. Tanto esta película como Love (2015) pretendían arrojar reflexiones sobre experiencias que trascienden la corporeidad –el viaje psicodélico o el amor romántico– pero carecían de la tensión de sus primeros largometrajes. Daba la impresión de que, para Noé, la compulsión por mostrar había reemplazado el interés por decir.
Clímax desmiente la suposición de que Noé continuaría esa tendencia. Es su película con menos escenas sangrientas/violentas/sexuales, lo que para nada equivale a decir que es la más inocua o la que menos emociones genera. Por medio de estrategias visuales y sonoras, Noé logra que su espectador recorra una trayectoria semejante a la de sus personajes: bailarines que emprenden un malviaje colectivo tras beber ponche contaminado con grandes cantidades de lsd.
Según un texto que aparece en pantalla, la anécdota de Clímax se basa en hechos reales ocurridos en Francia a mediados de los noventa. En plano cenital, se muestra a una joven que se arrastra en la nieve dejando un rastro de sangre. Es el epílogo del relato pero se muestra al inicio de él; un eco de Irreversible, donde la historia de una violación brutal se narra en retroceso y vuelve casi dolorosas las escenas donde la mujer violada y su novio aún se muestran felices y enteros, sin sospechar lo que sucederá. (“El tiempo destruye todo”, dice un personaje al inicio de esta cinta.)
Aunque en menor medida, el efecto se replica en Clímax. Las escenas siguientes muestran videos de los bailarines, frescos y sonrientes, respondiendo preguntas sobre por qué disfrutan bailar, su experiencia con las drogas, cuáles son sus peores miedos y qué hacen para desahogarse. Sus respuestas son ominosas; anticipan su comportamiento bajo el influjo del lsd y dan una pista sobre quién pudo haber agregado la droga a un garrafón de ponche durante la última reunión del grupo antes de salir de gira. También hay claves de lo que vendrá en los títulos de los libros y las películas apilados al costado de la televisión donde se ven los videos. Por ejemplo, Posesión de Andrzej Żuławski (1981) y Suspiria (1977) de Dario Argento. En la segunda parte de Clímax, una bailarina se hará cortes en el cuello (como la protagonista de Posesión) y un personaje le sugerirá a otro que la escuela de baile en la que transcurre la acción le da “malas vibras”, como si en ella, agrega, se hubieran realizado sacrificios satánicos. Es algo que diría alguien que ha entrado en paranoia lisérgica, pero también un homenaje al clásico de Argento sobre una academia de danza embrujada.
La primera secuencia de baile de Clímax es una de las más potentes, vibrantes y energéticas del cine reciente. Al ritmo de un soundtrack mezclado y liderados por la coreógrafa Selva (Sofia Boutella, la única actriz profesional del reparto), el grupo de bailarines ejecuta una coreografía de voguing y krumping, tipos de baile especialmente populares en la década de los noventa. Las líneas rígidas de los movimientos de estos estilos y la apariencia de articulaciones que se dislocan con cada transición son ideales para, llegado el momento, hacer que el baile mismo narre una historia de horror. El efecto es estético pero nunca artificioso: que un bailarín, en su delirio, ejecute movimientos dramáticos es verosímil, incluso probable. Tras su primera coreografía gloriosa, brindan con vasos de ponche y se halagan mutuamente. El argumento de Clímax no se divide en actos delimitados; la transición en el tono se da a través de conversaciones breves y, sobre todo, de la pista sonora. Poco a poco, los bailarines observan su entorno y a sus compañeros con una desconfianza nueva. Esto se manifiesta en la segunda secuencia de baile, ahora compuesta por demostraciones individuales. Su lenguaje corporal es hostil y la cámara los filma en ángulo cenital. Desde esa perspectiva, el espectador se siente testigo de la descomposición grupal.
La coreógrafa Selva es la primera en percibir algo anormal, probablemente relacionado con lo que han estado bebiendo. Las primeras acusaciones recaen sobre la bailarina que preparó el ponche, pero la sospecha queda descartada ante un hecho terrible: su hijo pequeño se ha servido un vaso. Esto da pie a una de las escenas más angustiantes de la película: preocupada por la seguridad del niño, la mujer lo encierra bajo llave en un cuarto de máquinas. La segunda sospechosa será la única bailarina que no bebió el ponche. Sus razones fueron otras pero no le servirá de nada argumentarlas. Poco a poco, la camaradería inicial se transforma en una lucha de todos contra todos. Cada uno se abandona a un impulso destructivo y se verá atormentado por visiones, al parecer, demoniacas. Solo queda deducirlo –a diferencia de Enter the void, también sobre un viaje químico– porque el público de Clímax no tiene acceso a las alucinaciones de los personajes.
Sugerir, no ilustrar, es el recurso clave de la película: permite que sea una suma de las cintas previas de Gaspar Noé pero fundamentalmente distinta a ellas. De Solo contra todos (1998), Clímax rescata el delirio misántropo que lleva al protagonista a justificar sus peores actos; de Irreversible, la idea del salvajismo a la vuelta de la esquina; de Enter the void, la noción de que la realidad es la proyección de un constructo mental, y de Love, el anhelo frustrado de intimidad. En Clímax, sin embargo, el director se abstiene de ilustrar las tesis. En virtud de solo mostrar a los bailarines imaginando sus peores miedos, Noé lleva al espectador a ser parte del experimento. Esta vez no le advierte que tiene treinta segundos para abandonar la sala de cine. La amenaza es aún mayor: cuando la mente se vuelca contra uno, no hay a dónde escapar. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.